Cacharro de batalla


Las playas son los sitios más frecuentados por los cubanos durante las vacaciones de verano a pesar de las limitaciones existentes para transportarse.   

Aunque hay un pequeño sector de la población que algunos califican como los ¨nuevos ricos¨, al igual que le sucede a la mayoría de sus coterráneos, los ingresos anuales de Juan Manuel no son suficientes para vacacionar con su familia en hoteles.  No obstante, hace unos años logró reunir algún dinerito  y consiguió por una semana el menos costoso alquiler de una casita con dos habitaciones climatizadas al fondo del poblado de Santa Marta, distante apenas a un kilómetro de Varadero. Para llegar hasta allá tenían que hacer un viaje de 150 km, pero pensó que valía la pena  por veranear en una de las mejores playas del mundo.

Cuando el auto en el que Ud. viaja cruza el puente de la entrada y llega al poblado de Varadero, le parece estar en un balneario del primer mundo. Todo es nuevo, las calles en perfecto estado, alumbradas y señalizadas, anuncios lumínicos, transporte interno frecuente,  decenas de hoteles, tiendas, cafeterías y restoranes, no faltan los helados y cervezas de producción nacional al precio oficial.

Estando en Santa Marta la familia seguía la misma rutina diaria que yendo a alguna playa del Este de  La Habana: después de desayunar, preparaban algunos entrepanes para merendar, pasaban en el auto a comprar hielo, cervezas y refrescos que colocaban en una nevera plástica, paraban cerca de la playa, clavaban en la arena dos sombrillas playeras y permanecían allí hasta el atardecer, bañándose y soleándose. Al regreso a la casa rentada se aseaban, preparaban algo caliente para comer, cenaban y veían la televisión antes de acostarse.

Una tarde recorrieron en el auto la península de Hicacos, contemplando desde la carretera  las decenas de hermosos hoteles, al llegar al final parquearon y caminaron un rato por la Marina Meliá, vieron el hotel, el aparthotel, los atracaderos con decenas de yates y catamaranes, el enorme restorán con sus muebles emulando remos al estilo del artista ¨Kcho¨, entraron a las tiendas y mercados, tomaron jugos en la  bolera y se comunicaron por wi-fi con parientes y amigos. Otra tarde fueron a un parque  de diversiones y terminaron parando en el  más barato y socorrido golfito.

Al culminar la semana, el domingo por la tarde regresaron a La Habana, felices y descansados,  en su auto de 5 plazas  de más de 30 años de uso.

Después de pasar la ciudad de Matanzas y el alto puente de Bacunayagua, cuando bajaban la loma de Puerto Escondido por la senda derecha, Juan Manuel se percató de que alguien había dejado una enorme piedra en el medio de esa senda, la que probablemente utilizó para calzar un vehículo mientras cambiaba un neumático. Al mirar por el espejo retrovisor observó que por la senda izquierda venía a pasarlo un ómnibus turístico a toda velocidad, el arcén derecho era muy estrecho y  terminaba en una profunda cuneta, como no podía cambiar de senda, aplicó los frenos aunque no pudo evitar la colisión de la parte baja de la carrocería con la piedra, que al pasar por debajo del carro, desfondó el silenciador, provocando de inmediato tremendo ruido.

Le pasó por la mente detenerse para observar los daños, pero se percató de que cuando disminuía la velocidad, el motor amenazaba con apagarse. Acto seguido, moviendo el timón comprobó que la dirección del vehículo no se había afectado, observó por el espejo retrovisor que no había aceite derramado en el pavimento y como el reloj de aceite mostraba una presión normal, concluyó que con el golpe no se había roto el carter. Entonces, decidió continuar la marcha pues sus habilidades con la mecánica automotriz eran nulas y temía quedarse varado en medio de la carretera esperando que un alma caritativa lo remolcara si el motor fallaba. Era día no laborable, el poblado más cercano distaba unos 25 km, en esa época no tenían teléfono móvil, por otra parte en nuestras carreteras no existen estaciones de servicio de grúa y de reparación de vehículos que operen las 24 horas del día.

A partir de ese momento, el viaje se convirtió en una carrera contra el tiempo, sabía que mientras más rápido se acercara a la capital distante unos 75 km, más posibilidades tenía de obtener ayuda si el carro se paraba y alertó a los familiares de que no habría paradas hasta llegar a casa.  Apretó el acelerador a fondo haciendo un ruido infernal, rememorando a su tocayo Fangio, el multicampeón de automovilismo argentino que cuando niño pudo ver conduciendo su Maserati a toda velocidad por el malecón habanero, compitiendo por el gran Premio de Cuba. 

Durante el recorrido aparecieron nuevos retos. Al llegar al cruce de Arroyo Bermejo estaban reparando la vía, había carteles con indicaciones de bajar la velocidad a 40 km/h, por suerte, no estaban trabajando los constructores, no había ningún policía, era poco el tráfico de vehículos y pudo continuar la marcha a 60 km/h.   

Al acercarse al Este de la capital pasó un buen susto. A medida que el auto subía la larga y empinada loma de Guanabo, la velocidad que mostraba por el cuentakilómetros bajaba rápidamente de 80 a 70 kilómetros por hora, de ahí a 60, a 50, al llegar a la cúspide ya marcaba 40, increíblemente el motor no se apagó y al bajar por la otra cara de la loma, comenzó a aumentar la velocidad. El límite de 50 kilómetros por hora al pasar por el semáforo intermitente que venía inmediatamente, lo obligó a reducir la velocidad  y, solo al rebasarlo, pudo alcanzar de nuevo la máxima permitida en esa carretera.  

Al llegar a La Habana y cruzar el túnel de la bahía tomó la vía libre de la derecha, siguió conduciendo sin parar por todo el Malecón habanero, evadiendo los vehículos que iban más despacio. Al acercarse a la rotonda de la avenida Paseo, recortó un poco la velocidad para dejar pasar un vehículo que venía de frente, dobló a la izquierda y, rodando más despacio,  esperó a  que el semáforo de la calle Línea se pusiera en verde, al cambiar la luz aceleró a fondo y cruzó la calle. Cuando subía la loma, el auto comenzó de nuevo a perder velocidad, pero como no estaban lejos de casa, a mitad de la subida dobló a la derecha, ya el terreno era plano y pudieron continuar ilesos hasta el final del viaje.

Al llegar a su destino, Juan Manuel apagó el motor y, para verificar si había estado en lo cierto al decidir no pararlo durante el trayecto, intentó arrancarlo de nuevo, resultándole imposible. Es fácil de imaginar que si un un policía lo hubiera obligado a parar en cualquier parte del trayecto debido al ruido del escape, allí mismo se hubieran quedado varados.

Al día siguiente, el mecánico del carro comprobó que el fuerte golpe que recibió la carrocería por debajo, movió bruscamente el motor y por ello había saltado y caído a la carretera la aguja que controla la baja del carburador. Si hubiera apagado el motor, no hubiera podido arrancarlo sin tener otra a mano. 

Años después Juan Manuel continuó teniendo poca suerte  cada vez que iba con el viejo auto de vacaciones a la playa. Estando la familia disfrutando de vacaciones en Varadero en uno de los pocos albergues de centros de trabajo que quedaban funcionando, salió un sábado bien temprano a pasar el fin de semana con ellos y traerlos de regreso. Estaba oscuro, a mediados del camino sintió un golpe en la parte delantera del carro, pero pensando que había tropezado con una piedra, siguió la marcha sin detenerse.  

Llegó a su destino sin más inconvenientes y a media mañana decidieron ir en el auto hasta el delfinario. Después de haber disfrutado del show con los delfines, al acercarse al vehículo estacionado, observó que un pedazo de hierro sobresalía de la carrocería debajo del motor. Al abrir el capot comprobó que la polea que acciona la correa del ventilador se había salido del eje de la bomba de agua, estaba trabada entre el motor y el radiador y la susodicha correa había desaparecido en la carretera. Entonces se percató de que la caída de la polea había provocado el golpe que sintió al venir desde la capital. La temperatura fresca  de la madrugada había evitado que el agua del motor se calentara excesivamente al no girar el ventilador y por eso el reloj de temperatura no había indicado nada alarmante.  

Al regresar al albergue, su yerno, que es diestro en la mecánica, comprobó que el orificio central de la polea de acero tenía desgaste y no ajustaba lo suficiente sobre el eje que la hacía girar. Era sábado por la tarde, conseguir otra polea era imposible pues los talleres estaban cerrados, entonces calzó la polea contra el eje con un pedazo de lata de refresco para que no se saliera de su lugar y consiguieron una correa de ventilador de uso con el chofer de una camioneta que pasó por allí. Después de probar que la ¨innovación¨ funcionaba, decidieron no mover el carro hasta el día de regreso y disfrutar de los baños de mar.

El domingo por la tarde regresaron a la capital llevando varias latas de refresco vacías de repuesto, ¨por si las moscas¨. El recorrido a la inversa no tuvo inconvenientes hasta que al pasar frente a la termoeléctrica de Santa Cruz del Norte, de nuevo se salió la polea y tuvieron que parar. La polea y la correa quedaron tiradas en el medio de la vía y al intentar recogerlas, un pesado camión blindado que transporta dinero y valores que venía detrás de ellos le pasó por arriba a la polea de hierro y aplastó la canal por donde pasa la correa, dejándola plana como una galleta. Con mucho trabajo, utilizando un destornillador pudieron separar los extremos del canal, volver a instalar la polea usando un nuevo ¨laine¨ de aluminio y poner la correa en su sitio. Así pudieron llegar a la casa y al día siguiente buscar una polea usada que ajustara mejor.

Un tiempo después le ocurrió una situación similar con la misteriosa polea al hacer una visita en la playa de Guanabo.  El ¨síndrome de la polea saltarina¨ provocó que Juan Manuel se resistiera a viajar lejos de la ciudad y mucho menos a la playa y su temor permaneció latente durante mucho tiempo. Años después consiguió una polea bastante nueva que ajustaba perfectamente con el eje de la bomba de agua y, aunque con temor, bajo presión familiar pudo volver a conducir por carretera.  Inconvenientes como estos tienen a diario los cubanos que utilizan autos con decenas de años de explotación, cuya producción se ha descontinuado y que los extranjeros que visitan el país se asombran de verlos funcionando.
A veces nuestros automovilistas discuten si las mejores marcas de autos que circulan por el país son Toyota,  Hyundai o Peugeot, no obstante, los dueños de cacharros insisten en que la  mejor marca que hay es ¨Nuevo¨, aunque sea un Moskvitch ruso.
Juan Manuel desearía tener un auto mejor, como no tiene dinero con qué comprarlo  se consuela pensando que la mayoría de la población sufre los inconvenientes del deficitario transporte público y que el cacharro que ha sido su ¨caballo de batalla¨ por más de 40 años, a pesar de los inconvenientes nunca lo dejó tirado en la carretera, por eso lo continúa remendando para seguirlo usando.   
Un amigo suyo se quitó ese problema de encima, vendió el auto que usó durante 25 años por una suma de dinero equivalente a la de un auto nuevo en cualquier país, utilizó una parte de la plata para mejorar su casa, ahora anda a pie y con el dinero restante, cuando lo desea reserva unos días en un hotel de Varadero, incluyendo la transportación de ida y vuelta.
Si Hemingway hubiera conocido la tragedia de Juan Manuel quizá hubiera expresado: ¨To have and have not a car, that is the question¨ (¨tener o no tener un carro, he ahí la cuestión).

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