Vacaciones en el campo

Hace varios años, Esteban y su familia fueron invitados a pasar unos días de agosto en la finca de unos conocidos en el lomerío de la Sierra del Rosario en Pinar del Río. Esteban era reacio a vacacionar en un ambiente rural que le recordaba las incomodidades de los campamentos a los que asistió durante las movilizaciones a cortar caña o a otras labores agrícolas, prefería descansar en un hotel o una casa particular en la playa, pero como estaba en minoría no le quedó más remedio que aceptar. Viajaron desde La Habana en un Lada cinco personas: el matrimonio, el hijo de 14 años, la madre de la esposa y otro yerno de esta última, compadre de uno de los anfitriones. El recorrido desde La Habana hasta la finca comenzó primero por la autopista Habana-Pinar del Río, después por carretera asfaltada subiendo algunas lomitas hasta San Andrés de Caiguanabo. Al llegar al poblado, el camino de cinco kilómetros hasta el lugar de destino era de tierra, inicialmente loma abajo, pero los surcos y pedruscos que había al inicio amenazaban que el auto cargado de pasajeros tropezaría por debajo con el terreno y podía arrancar el tubo de escape y como venganza a los promotores del viaje, Esteban les obligó a bajarse y caminar unos cien metros hasta un lugar donde mejoraba la nivelación del terreno. Por ese trayecto cruzaron 3 arroyos que por la mañana estaban bajos, pero cuando llovía tenían medio metro de altura y dificultaban el paso, además el camino se llenaba de surcos por las lluvias y el pasar de los vehículos, razón de más para que el chofer decidiera quedarse quieto en la casa hasta el regreso, ya que no andaban en un 4X4. No obstante las pesimistas expectativas de Esteban, la situación no era tan desfavorable. La vivienda en se alojaron era de mampostería con pisos de losas hidráulicas. Todos los parientes de los anfitriones viven en una especie de batey, en casas construidas con bloques de hormigón, techo de fibrocemento y piso de estuco, ubicadas a ambos lados del camino. Se dedican a criar y vender puercos y para el autoconsumo otros animales domésticos, junto a ellos muchas moscas. Sin embargo, a pesar de las frecuentes lluvias, típicas del verano, apenas había mosquitos. La zona disponía de electricidad. El agua que bebían y con la que cocinaban procedía de un pozo distante varios kilómetros y la traía un aguador apodado Cheto en un tanque metálico montado encima de un ¨trineo¨ tirado por bueyes. El agua del baño, algo turbia, la bombeaban desde un arroyo cercano hacia un tanque de fibrocemento ubicado encima de la casa. Para acomodar a los viajeros los anfitriones habían cedido algunas de sus camas y tuvieron que dormir en un colchón en el suelo ¨pelado¨, gesto que agradecieron los visitantes. La alimentación era abundante y consistía en lo habitual en la zona rural de Cuba: arroz blanco, frijoles negros, vianda hervida o frita, pollo, guanajo, puerco, todo cocinado con manteca de este último. Había ausentismo de vegetales, por esa zona no se consumen habitualmente como en la ciudad. Por cierto, a los pocos días la ingestión de alimentos cocinados con manteca animal a la que no estaban acostumbrados los visitantes y por no estar gastando energías, Esteban, que no tenía la vesícula biliar muy católica que digamos, se sentía como un automóvil acabado de atomizar en una planta de engrase, la grasa les salía por todas partes y se consolaba pensando que pronto pasarían los días de ¨vacaciones¨. Todas las tardes llovía y a muchos no les quedaba más remedio que dormir la siesta. El resto del tiempo lo invertían en conversar hasta tarde y oír los cuentos y bromas de las personas que los acogieron o, si alguno quería, ver televisión por algunos de los dos canales disponibles en esa zona en esa época, todavía no había televisión digital. Los hombres tomaban ron a capella, bebida que en los territorios alejados de los poblados es la más socorrida para el alma divertir y no necesita refrigeración como la cerveza. En una de esas conversaciones, que a veces terminaban en el ¨choteo¨ criollo, uno de los yernos visitantes bromeaba con empatar a su suegra con Cheto el que por su deterioro físico, en buen cubano, se decía que estaba “en llamas”. La suegra le preguntó la edad al supuesto pretendiente y al saber que tenía solo 60 años le dijo: ¡Óigame, mi esposo tiene 79 años y se ve mejor que Ud.!, provocando la risa de todos los asistentes. Había un campesino que hablaba igualito que Melesio Capote, el simpático personaje de una serie televisiva trasmitida años atrás, aunque todos sonaban por el estilo. ¡Qué manera de reírse los visitantes con sus bromas y dicharachos! Al escucharlos, algunos habaneros creían que estaban en otro país, oían frases que les resultaban simpáticas como: ¡ya pegó a llover! Bromas aparte, todos fueron muy cariñosos, gente franca y bondadosa, se desvivían por atender a los huéspedes. Por elemental cortesía y para matar el tiempo los viajeros fueron haciendo visitas a todos los parientes del matrimonio anfitrión. Por suerte, el domingo los anfitriones organizaron una excursión e invitaron a los visitantes a un campismo y una vez allí compartir mientras asaban un puerco y los niños se bañaban en el río. Alguien consiguió un camión en que trasladarse y otro de ellos el combustible necesario. Salieron temprano en la mañana hacia el campismo, en el camión, aparte de que iban 12 personas, llevaban un saco de malanga, varios racimos de plátano, el puerco ya sacrificado, una armazón metálica para cocinarlo, dos sacos de carbón, pomos plásticos con refrescos y no podía faltar una caja con botellas de ron. Al pasar por el poblado que atravesaba el camino compraron un pedazo grande de hielo y pusieron los refrescos a enfriar en una vasija. Tuvieron muchas vicisitudes en el trayecto porque no se sabe cómo dentro del envase en que pusieron el combustible diesel que consiguieron había un pedazo de estopa y las hilachas que desprendía obstruían la bomba de combustible, tres veces se paró el camión en el camino y hubo que empujarlo o remolcarlo con otro camión o tractor que pasaba por allí hasta que soplando la tubería varias veces se lograba destupir la bomba. En una de estas ocasiones, el vehículo se quedó detenido en medio de un arroyo y loma arriba no se podía empujar por los pasajeros, lo sacaron gracias a que allí mismo estaban ¨fangueando´ arroz con una yunta de bueyes. En medio de estas vicisitudes habituales en los entornos rurales de montaña, ocurrió algo simpático pues la suegra antes mencionada, que originalmente no quería ir al paseo porque es muy nerviosa y le daba miedo montar en camión, ante tanta insistencia de los demás y la disyuntiva de quedarse sola en la casa, decidió incorporarse al viaje y en este último atasco del camión, se asustó, bajándose del mismo para virar a pié y hubo que atajarla y treparla de nuevo en el camión. Este incidente provocó muchas risotadas. Llegaron como a las 11 a.m. al campismo, después de bajar los bártulos del camión, los hombres comenzaron a beber ron y hacer cuentos, los niños a tomar refrescos y las mujeres a pelar viandas y freir chicharritas de malanga y plátano para ir ¨picando¨, mientras se asaba el puerco al aire libre. Cuando llegaron al campismo los viajeros observaron que producto de las constantes lluvias el agua del río tenía color de chocolate, lo que no impidió que los pequeños se divirtieran dándose un baño durante un buen rato. A las 2 pm, habiéndose agotado todas las frituras, el animalito estaba a medio asar porque el carbón que llevaron estaba húmedo y de pronto, se presentó un aguacero que duró dos horas, con rayos y truenos. Las mujeres y los niños se cobijaron en una cafetería cercana y el dueño de la casa con un grupo de hombres que ya estaban bastante ¨alegres¨ soportaron a pie firme el aguacero y los truenos encima del camión, fieles a la creencia popular de que como tiene ruedas de goma la corriente de los rayos no va a tierra. Al cabo de una hora no cesaba de llover y previa gestión con las autoridades del lugar, lograron meterse todos en una cueva para seguir asando el puerco, profanando el lugar turístico. El único paisaje que contemplaban era el río crecido que arrastraba troncos y ramas de los árboles. Muchas mujeres, al ver que aquello demoraba en cocinarse, querían regresar sin comer puerco, pero el dueño de la casa se mantuvo firme con el apoyo de algunos bebedores, que juraron no irse hasta que se agotara el alcohol y se comieran el puerco. Todos quedaron empapados y con la ropa sucia porque los espacios donde podían sentarse en la cueva estaban enfangados y la lluvia los salpicaba. En esas condiciones el puerco quedó a medio asar, pero así y todo los excursionistas dieron cuenta de él, solo quedaron unos huesos que guardaron para la caldosa que comerían por la noche. En cuanto paró de llover, gracias a que el chofer era abstemio, regresaron al batey como a las 6 pm, todos felices, incluso el recalcitrante Esteban, disfrutando durante el trayecto del viento fresco y húmedo que dejó la tormenta. Al regreso el único contratiempo fue un patinazo del camión en la parte final del enfangado camino de tierra, que asustó a algunos viajantes, pero no tuvo mayores consecuencias. El saldo de la visita fue positivo, a pesar de tantos tropiezos, desconectaron de los avatares de la vida cotidiana y sintieron que un poco de aventura alegra la vida. El domingo, más que un ¨picnic¨ fue un día de circo, los asistentes los protagonistas, no los espectadores. Al día siguiente los habaneros regresaron a sus casas en la ciudad, contentos de haber salido de la rutina diaria, de haber compartido con magníficas personas y tener muchas nuevas experiencias que contar.

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